Estas esculturas verticales —monolitos de 11, 22 y 33 centímetros— están compuestas por dos tramas superpuestas de líneas inscritas en metacrilato, cuyo entretejido genera una tercera imagen: una forma ilusoria que no reside en el objeto, sino que emerge únicamente en la retina humana. Este fenómeno, conocido como moiré, convierte la mirada en el escenario de una vibración visual que se modifica con cada leve desplazamiento del cuerpo. No es la obra la que se mueve: es el mundo perceptual el que se activa.
Como un prisma que fragmenta la luz en su espectro esencial, estas piezas descomponen la realidad para revelarnos que lo visible no es siempre lo tangible. Lo que aquí se manifiesta no apela a la memoria ni a la emoción, sino al instante presente del mirar. Son portales ópticos, arquitecturas mínimas que abren dimensiones perceptivas inaccesibles por otros medios.
En ellas, la imagen no está dada: sucede.

